El presidente, “Dios” en la tierra
Por Luis A. CABAÑAS BASULTO*
Uno
de los temas más relevantes, ausentes, sin embargo, de la “reforma
anticorrupción” -la más significativa- fue la figura del presidencialismo en
México, una omisión inadmisible a la luz del vuelo de las campanas con la que el
PRI se jacta de un supuesto combate integral a la corrupción.
El
tema aparece en el artículo 108 constitucional y constituye la mayor
preocupación de los mexicanos por permitir que el Presidente de la República
sea un sujeto in-to-ca-ble en el régimen de responsabilidad de los servidores
públicos como sujetos de juicio por distintos delitos, por lo que la reciente “reforma”
carece de integralidad.
Según
el segundo párrafo del 108 en la Carta Magna, ¡desde 1917!, el Presidente de la
República sólo podrá ser acusado por traición a la patria y delitos graves del
orden común durante su encargo.
Luego
se refiere a la responsabilidad de los funcionarios de entidades, gobernadores,
diputados, legislaturas locales, magistrados de los tribunales superiores de
justicia, miembros de los consejos de las judicaturas locales, de los
ayuntamientos y de los organismos a los que otorguen autonomía las
constituciones locales y el Estatuto de Gobierno del Distrito Federal.
Todos
éstos podrán ser responsables por violaciones a la Constitución y las leyes
federales, así como por el manejo y aplicación indebidos de fondos y recursos
federales.
Así,
en un mismo artículo existe un régimen inexplicable de excepción jurídica, no
solo a la luz del desarrollo político, la consolidación democrática y la
división de poderes, sino de uno de los valores que ha conquistado terreno, y
que a diario conquista y reclama nuevos espacios: El de la transparencia en la
rendición de cuentas, el valor del combate a la impunidad.
En
una excelente reflexión del panista Javier Corral Jurado, lo ideal sería que, durante
el tiempo de su encargo, Presidente de la República pueda ser acusado por
traición a la Patria, ejercicio abusivo de funciones, conflicto de interés,
tráfico de influencias, cohecho y delitos graves del orden común.
En
efecto, no sólo se trata de los escándalos recientes por las casas
multimillonarias, lo que por sí solo justificaría incorporar a la Constitución
el conflicto de interés, sino del escándalo en el que se involucran los altos
funcionarios del gobierno federal y el desarrollo del presidencialismo, figura
vértice del poder de la nación.
Con
todo su poder, el Presidente es sólo un individuo al que la Constitución dota
de facultades ejecutivas extraordinarias, con una enorme influencia para la
vida económica, política y social del país.
Conforme
al 89 constitucional, es jefe de las fuerzas armadas, con facultades de fuerza
y mando sobre ellas, como comandante en jefe del Ejército y la Marina, mientras
que el artículo 27 constitucional confiere a ese “señor y dador de vida”
facultades para concesionar todo, bienes y servicios de la Nación, con el poder
de su firma.
Apenas
con excepción en materia de telecomunicaciones y radiodifusión, concesiona
carreteras, aeronaves, minas, aeropuertos, todo el suelo y el subsuelo y gran
parte del espectro radioeléctrico, amén de facultad expropiatoria para dar y
quitar.
Ese
es el poder constitucional de un sólo individuo, pero también goza de
facultades arancelarias, al menos en términos de precios, para fijar tarifas,
incidir en el mercado de precios, así como de la facultad reglamentaria de
expide la regulación de las leyes del Congreso de la Unión.
Con
tanto poder, independientemente de ser Peña Nieto o haber sido Felipe Calderón,
Zedillo, Salinas o Fox, este personaje, con tal cantidad de poder, atribuciones
y facultades, sin ser sometido a un sistema de rendición de cuentas,
prácticamente termina en muchos de los abusos que hemos visto a lo largo de la
historia del país.
Apenas
durante la aprobación del Sistema Anticorrupción, el senador Amando Ríos Piter hablaba de dos excesos
presidenciales que, definitivamente, han quedado en la impunidad, y preguntaba qué se hace por la célebre “Colina
del Perro” o por la “Casa Blanca”, que marcan dos hechos históricos: Los impúdicos
excesos del presidencialismo desbordado, sin límites, que tiene en el 108 constitucional
el monumento a su impunidad.
¡Y
todavía anunciaba el Senado que combatiría la corrupción! Es posible, pero, ah,
eso sí, sin tocar al Presidente de la República.
El
año pasado, Peña Nieto sacudió a la opinión pública con una declaración en una
entrevista que le armó el Fondo de Cultura Económica, donde la incisiva periodista
Denise Maerker le preguntó sobre el tema de la corrupción, a lo que le respondió
que la corrupción ¡es un problema de orden cultural! ¡Hágame Usted el favor!
¿Qué
sucede en un país donde ese Presidente impune dice, además, que ese problema es
de un gen cultural, una especie de transmisión cultural, de conducta de cultura
de los mexicanos, que está viendo, eludiendo el fondo de la cuestión, que la
corrupción es un problema de instituciones, no de cultura?
Tan
no es cultural, que millones de mexicanos en el otro lado atraviesan la calle
con cuidado con el agente de tránsito y tienen mucho cuidado con la “mordida”.
Son mexicanos que se transforman al cruzar el puente internacional, de manera
que no se trata de ningún problema cultural, sino de instituciones, de
impunidades.
La
corrupción crece, se expande, cuando el pacto de impunidad termina protegiendo
a los poderosos y no tienen consecuencia jurídica los abusos de funciones o
atribuciones, enriquecimientos ilícitos.
El
Presidente de la República es la figura más visible en el orden mediático del
país, y si esa figura está afectada, moral, ética, políticamente, se está
enviando un mal ejemplo a todo el sistema político. Sí, esa figura es intocable,
además impune porque no se ha avanzado en su control.
Por
el contrario, se ha retrocedido. Ya no sólo lo protege el 108 constitucional, sino
tampoco existe un sistema de control parlamentario, y menos desde que se
reformó el artículo 69 para que sólo entregue por escrito su informe. Ya ni
siquiera se le puede interpelar.
El
problema de fondo, real, profundo del país, es la desigualdad social, de lo que
no hay duda. Esta disparidad entre unos cuantos con grandes fortunas y la gran
población que no tiene nada, al grado tal que el primer 10% de la población (decil)
acapara el 46% del ingreso, un sólo hombre acapara el 7% del Producto Interno Bruto.
El
segundo decil acapara casi el 40% del ingreso y todo lo demás es pobreza. Ese
es el verdadero problema, la desigualdad, pero el problema mayor, el
instrumental, incluso frente la desigualdad, es la corrupción política, con un
ejemplo pernicioso en la impunidad que goza el presidente con la inviolabilidad
que lo hace inimputable, a través del 69 constitucional, que lo hace inescrutable,
y con el 93, ininterpelable.
Con
ello evolucionamos, sí, ¡pero hacia lo peor! Así, la batalla instrumental más
decisiva en contra de este y otros problemas, es contra la corrupción política,
que lo primero que aumenta es la disparidad entre pobres y ricos.
La
corrupción tiene como premisa mantener la pobreza y la ignorancia, porque se
convierten en aliadas de su defensa, pues es más fácil o intimidar a los que
menos tienen y saben.
No es casualidad que
alguno de los personajes más corruptos del México actual usen a los más pobres
y vulnerables como carne de cañón en actos de agitación, provocación o
violencia.
Si
México no resuelve sacudirse en serio de la corrupción política y del retraso
ineficaz de las políticas públicas, cualquier reforma está condenada al fracaso
porque las redes que teje la corrupción son más extendidas y trasversales,
afectan por parejo a pobres y ricos, y cancela los sueños de realización
profesional y social de los jóvenes.
Pero
por supuesto que no se relaciona con la cultura de la gente, sino con el
funcionamiento de las instituciones donde la impunidad hace de las suyas, por
lo que ojalá que el PRI-gobierno, la clase mexiquense en el poder, reflexionara
sobre la conveniencia de empezar a rescatarle calidad moral al liderazgo de
Peña Nieto con una reforma fuera la impunidad y todos en igualdad frente a la
ley.
(Permitida
la copia, publicación o reproducción total o parcial de la columna con la cita
del nombre de su autor)
*Luis
Angel Cabañas Basulto, periodista yucateco residente de Chetumal, Quintana Roo,
con más de 38 años de trayectoria como reportero, jefe de información, editor y
jefe de redacción de diversos medios de información, también ha fungido como
Jefe de Información de dos gobernadores y tres presidentes municipales, y
publicado tres libros.
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