¡Monumento a la impunidad
presidencial!
Por Luis A. CABAÑAS BASULTO*
Aprobada
tras una interminable fila de participantes que concluyó hasta pasada la
medianoche -y para no quedarse detrás de la Cámara de Diputados que recién
aprobó la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública- el
Senado aprobó finalmente la no menos cuestionada creación de un Sistema Nacional
Anticorrupción.
Con
una minuta que presentaron los presidentes de las comisiones que participaron
en su análisis, el primero de ellos el priísta Enrique Burgos García, el
proyecto, que reconoció la mayoría de los legisladores, excepto el petista
Manuel Bartlett Díaz, resultó abiertamente incompleta, aunque con avances en la
ruta de mecanismos que combatan la corrupción y mejoren la fiscalización de los
recursos públicos.
En
este sentido, como bien las calificó el panista Javier Corral Jurado, se trata de
modificaciones y adiciones a la Constitución que, en parte, merecen la
aprobación, pero contextualizarse en su verdadero alcance y profundidad.
Primero,
porque se trata de reformas de tipo administrativo, no del ámbito penal, por lo
que cualquier interpretación que suponga sanción de cárcel para los corruptos
es una magnificación que daña a la propia reforma, sirve a la confusión y da
pretexto al poder en turno para tratar de lavarse la cara de la corrupción que
lo enloda.
Tan
sólo marca el largo camino por recorrer para construir una reforma realmente de
carácter integral, un tramo que tampoco se puede evitar ante sus evidentes,
múltiples faltas.
Las
nefastas consecuencias prácticas de la corrupción en el mundo, en especial en
México, denotan una falta de control institucional y compromiso de los
servidores públicos, no sólo con la ética que debiera impregnar el ejercicio de
la función de la pública, sino también con el objetivo mismo del Estado: Procurar
el bien común como uno de sus más nobles motivos.
Así,
en este contexto debemos valorar en justa dimensión toda reforma en materia de
corrupción que se aprecie de ser auténticamente verdadera, cuando que debería
sustentarse en un análisis exhaustivo de las causas que han llevado al Estado
al nivel de descontrol de las prácticas corruptas en cuanto a las condiciones
que han propiciado su comisión, como las manifiestas muestras de impunidad que
en ellas se vislumbra.
Las
reformas deben ser las que el ordenamiento jurídico necesita, y el país
reclama. No basta con anunciar con bombo y platillo la obtención de un consenso
político traducido a un cambio normativo, relativamente importante, en la
Constitución, más o menos meritorio. No logrará satisfacer las demandas
ciudadanas, y parece ser más constitutivos para propaganda política, que de una
mirada sistémica al flagelo tan patente.
México
está cansado de intentos fallidos de reformas constitucionales y legales que,
en la práctica, no han significado más que una sucesiva secuencia de reformas
insuficientes desde su nacimiento.
La
nueva ley pareciera ser un medio idóneo para la declaración de principios y
buenas intenciones, en las que se plasman decisiones políticas carentes de
técnica legislativa, y con un sustento jurídico que se acomoda a las
necesidades político electoral de la coyuntura.
Dicha
falta se evidencia, entre otros, en la reivindicación de las competencias de la
Secretaría de la Función Pública, que abrogó la Ley Orgánica de la
Administración Pública Federal el 2 de enero de 2013: La falta de ejercicio de
una función pública del Ejecutivo para combatir la corrupción y no puede si
quiera justificar el Poder Legislativo.
Sólo
restaría preguntarse, si le es ético al legislador mexicano borrar con el codo
lo que ha escrito con la mano, y ejercer en forma tan patente la consigna: Promúlguese
la ley, pero no se acate.
En
lo estrictamente técnico, no es posible hablar de un Sistema Nacional
Anticorrupción eficaz, cuando ni siquiera existen indicadores, metas o
resultados medianamente esperados o el tratamiento multidisciplinario en la
obligación de rendir cuentas y transparencia en el ejercicio de las funciones
públicas, puesto que el sólo establecimiento de mecanismos de control no
asegura por sí solo el cumplimiento de objetivos por demás inexistentes.
Asimismo,
extraña la falta de mecanismos de inteligencia institucional, que puedan hacer
operativas, en la práctica, las herramientas de control con las reformas
planteadas.
Mucho
se habla de las ventajas del nuevo Sistema como potente señal de actividad del
Estado, y remedio milagroso que permitirá a México salvarse de la hecatombe en
la que se encuentra.
No
obstante, la falta de legitimidad que viven las instituciones públicas y el
descrédito de sus autoridades, no puede abordarse responsablemente a partir del
ejercicio de la función pública, excluyendo a los principales servidores que
las dirigen y, en todo caso, están llamados a ser modelo a seguir.
Por
ello resulta incomprensible, inadmisible y deplorable que el Congreso de la
Unión no se atreva a dar el paso y establecer un sistema de responsabilidad
directa y objetiva para la “cabeza” de todos los servidores públicos, es decir,
el presidente del país.
De
ahí que no puede existir debate público con quienes dicen que la reforma cambiará
el régimen de responsabilidad de los servidores públicos, no así desde el
momento en que dejan intocable al presidente de la República.
La
omisión de reformar en la nueva ley el párrafo segundo del artículo 108 de la Constitución,
es resultado de un secreto a voces: Un pacto de impunidad entre distintos
actores políticos para perpetuar la invulnerabilidad de la figura presidencial,
a través de la subsistencia de la irresponsabilidad de éste; al presidente de
la República no se le toca ni con el pétalo de una rosa.
Así,
la reforma parte de una premisa equivocada, al considerar que el Jefe del
Ejecutivo federal no está envuelto en actos de corrupción y que los altos
funcionarios del Estado que gozan de fuero constitucional no son sujetos de
corrupción.
Ante
este panorama, la corrupción política navega como nunca antes por las aguas
negras de un gobierno que borró toda línea de separación entre negocios y
política.
Los
escándalos de las casas multimillonarias de Peña Nieto y su esposa; las de los secretarios
de Gobernación y de Hacienda; las del Consejero Jurídico del Presidente, y sus
inverosímiles explicaciones dan cuenta del cinismo e imposibilidad ética,
jurídica y política del actual gobierno para combatir realmente la corrupción
en otros ámbitos y niveles.
Paradójicamente,
el pacto de impunidad se ha reforzado con toda fuerza a partir de la propia
debilidad del Presidente, cuya imagen no sólo sigue a pique, sino que ha
fracturado de manera absoluta su investidura por la corrupción que ha desatado como
nunca la irritación social.
Así
las cosas, la principal modificación para demostrar voluntad política de
combatir la corrupción debió ser al artículo 108 de la Constitución, a efecto
de que el Presidente no sólo pueda ser juzgado por traición a la Patria y
delitos graves, sino también por conflicto de intereses, cohecho, abuso de
facultades y funciones por conflicto de intereses y que pueda ser sujeto a la
responsabilidad de cualquier funcionario.
En
efecto, amables lectores ¡Hay que acabar con el monumento a la impunidad
presidencial en ese artículo!
(Permitida
la copia, publicación o reproducción total o parcial de la columna con la cita
del nombre de su autor)
*Luis
Angel Cabañas Basulto, periodista yucateco residente de Chetumal, Quintana Roo,
con más de 38 años de trayectoria como reportero, jefe de información, editor y
jefe de redacción de diversos medios de información, también ha fungido como
Jefe de Información de dos gobernadores y tres presidentes municipales, y
publicado tres libros.
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